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24 abril 2022

En nuestro libro “Espiritualdad de la liberación”, José María Vigil y yo reconocíamos, ya en la primera línea del primer capitulo, que “espiritualidad” es una palabra infeliz, desmoralizada, por el abuso teórico y práctico con que fue utilizada – aún lo es- como esfera distante de la vida real, como espiritualismo desencarnado y huida de compromiso. Si espiritualidad deriva de “espíritu”, y si espíritu se opone a la materia, al cuerpo, una persona será espiritual cuando viva sin preocuparse de lo que es material ni siquiera de su propio cuerpo, instalándose en etéreas realidades espirituales.

Esta concepción de espíritu y espiritualidad como realidades opuestas a lo material de lo corporal, provienen de la cultura griega. En las culturas indígenas no es así. Y tampoco en el mundo cultural semítico de la Biblia. La palabra de Dios es mucho más integradora.

En esta última década, después de ciertas decepciones, aprendiendo de la historia y por un verdadero proceso de maduración, debemos reconocer, agradecidos al Dios que nos acompaña y a los hermanos y hermanas que dieron por nosotros su sangre, que la “espiritualidad” ya no es una palabra infeliz. Hoy es un horizonte que necesitamos, un clamor que viene de dentro, agua viva para nuestro caminar. Hay una auténtica y profunda sed de espiritualidad en las comunidades eclesiales, en los y las agentes de pastoral, en los y las militantes cristianos, en la juventud más despierta.

Se multiplican los encuentros, las publicaciones, las conferencias, las entidades que estudian, propagan y dinamizan la espiritualidad y, más concretamente, nuestra espiritualidad. Cada día son más las personas que quieren “beber en el propio pozo”.

1. ¿Qué es entonces espiritualidad?

El espíritu de una persona es lo profundo y dinámico de su propio ser: sus motivaciones mayores y últimas, su ideal, su utopía, su pasión, la mística por la cual vive y lucha y con la cual contagia.

“Espíritu” es el sustantivo concreto, y “espiritualidad” es el sustantivo abstracto. En lenguaje común estas dos palabras se usan indistintamente: “Fulano tiene mucho espíritu, tiene una espiritualidad profunda”.

Cuando decimos de alguien que “no tiene espíritu”, queremos afirmar que no tiene pasión, ideal, vida profunda. Es más que una persona es un tronco, es una máquina.

Hay espíritus diferentes, eso sí. Y es preciso distinguir discernir. Según algunos códices, cuando los apóstoles soñaban o actuaban fuera del Reino, Jesús les advertía: “No saben ustedes de que espíritu son” (Lc 9,55). Hay espíritu malo y espíritu bueno. No se habla y escribe sobre “el espíritu del capitalismo”, sobre “espíritu del mercado neoliberal”?.

2. La espiritualidad es patrimonio de todos los seres humanos

Toda persona está animada por una espiritualidad o por otra, porque todo ser humano -cristiano o no, religioso o no- es un ser también fundamentalmente también espiritual. Toda mujer todo hombre son más que simple biología. Y es ese algo más, o mucho más, los que los distingue del simple animal. Las religiones y filosofías designan esa realidad misteriosa, pero real, como “espíritu”. Perder esa dimensión profunda es dejar de ser humano, es embrutecerse. Paul Tillich habla de esa “dimensión perdida” como de la gran tragedia de nuestro tiempos materialistas y consumistas.

3. ¿Toda espiritualidad es también algo religioso?

Si entendemos la palabra “religión” como una referencia explícita a Dios, habremos de reconocer que hay espiritualidades no religiosas, personas con mucha espiritualidad, con profundos ideales de lucha y de servicio, que son ateas, o agnósticas. “No dudamos en afirmar que pueden existir y que existirán no sólo espiritualidades no cristianas, sino incluso no creyentes”, escribe A.M. Besnard.

Sin embargo, para nosotros, que creemos en Dios como presencia felizmente “inevitable” y animadora de nuestras vidas, agua y luz de todo pensamiento bueno y de toda acción honesta, la espiritualidad sincera, esa radical profundidad humana, es siempre “religiosa”. El gran maestro Orígenes decía que “Dios es aquello que alguien pone por encima de todo”. Y el inquieto Obispo de Hipona, San Agustín, dejó escrito en sus “confesiones” que “Dios me es más íntimo que mi propia intimidad”.

Sin embargo, no es la religiosidad lo que hace la verdad o la mentira de una vida humana, sino la autenticidad de esa misma vida. “En espíritu y verdad quiere ser adorado el Padre”, recordaba Jesús a la samaritana junto al pozo de Jacob (Jn 4,23).

4. Nuestra espiritualidad es cristiana

A la luz de la fe cristiana (hay una fe religiosa quechua, una fe religiosa islámica, una fe religiosa hindú) nosotros descubrimos la presencia de Dios en el cosmos, en la vida humana y en la historia como amor gratuito y salvación precisamente porque Jesús, hijo de Dios e hijo de María de Nazaret, con su palabra, actividad, muerte y resurrección, nos hace entrar vitalmente en ese descubrimiento. A partir de este encuentro de fe, nuestra espiritualidad solo puede ser “religiosa” (como vuelta hacia el Dios vivo, revelado por Jesús) e incluso “cristiana” (como seguimiento del propio Jesús).

El Dios de Jesús es nuestro Dios. Él es la profundidad máxima de nuestra vida.

La causa de Jesús es nuestra causa.

Nuestro vivir es Cristo (Fil 1,21). Él es nuestra pasión y su espíritu es nuestra espiritualidad.

5. Nuestra espiritualidad

Nuestra espiritualidad es nuestra en dos sentidos:

  1. Porque es una espiritualidad personalizada, por que nosotros vivimos consciente y libremente en la condición de personas adultas también en la fe, con la totalidad de nuestro ser humano, en todas las dimensiones de nuestra vida. Yo soy mi espiritualidad. Nadie la vive por mí.
  2. Porque es una espiritualidad explícitamente latinoamericana; y de una manera clara, espiritualidad de la liberación.

Antes de todo es necesario subrayar este aspecto, que oportunamente la modernidad (la post-modernidad también, a su modo) hizo salir a la superficie y que nos libera del gregarismo, del infantilismo, y, finalmente, de una posible, justificada, deserción.

La espiritualidad o es personalizada o no es espiritualidad. O abarca todas las dimensiones de mi ser (alma y cuerpo, pensamiento y voluntad, sexo y fantasía, palabra y acción, interioridad y comunicación, contemplación y lucha, gratuidad y compromiso) o no será mía, no me realizaré en ella, acabará mutilándome.

Dio gusto de ofrecer a los compañeros y compañeras de caminada un esquema de referencias que me ha servido mucho en la vida, después de haber experimentado, en ciertas épocas, de la formación sobre todo, métodos reduccionismo o unilateralidades que nos angustiaban y que reprimían la realización personal y el vuelo del espíritu.

Así como para corregir un formación espiritual dispersa o mutilada, por ser contabilista o por ser dicotómica y unilateral, y para ser la síntesis de la propia existencia (¡ese es el desafío!), debemos pensar la vida así:

Toda nuestra vida es:

  • una problemática (a partir de la fe, un misterio);
  • un desafío (a partir de la de, una misión);
  • un espacio (a partir de la fe, don, gracia); que debemos asumir con ciertas actitudes (generadas por ciertos actos o praxis y, que, a su vez generan praxis);
  • a través de ciertas mediaciones (psicológicas, sociológicas, políticas, pastorales, evangélicas…);
  • con vistas a la opción fundamental, que dará sentido, fuerza, alegría y victoria a nuestra vida.

A lo largo de este texto – y espero que, sobretodo, a lo largo de cada una de nuestras vidas-, irá apareciendo mejor lo que estoy queriendo decir cuando hablo de “nuestra” espiritualidad cristiana. El espíritu es el que sabe de eso. Él es quien enseña a quién quiera entrar en su escuela gratuita y amorosa. De mi parte me siento cada vez con menos coraje para dar lecciones de espiritualidad, porque la vida no se enseña. Nadie puede sustituir al Maestro, que es el Espíritu de Dios, ni siquiera el discípulo o discípula, que es el espíritu de cada uno de nosotros.

Puedo indicar donde tropecé, eso sí, y compartir júbilos y descubrimientos; porque también es verdad que, en Cristo, somos un solo cuerpo y que es uno solo el espíritu que nos anima (cf 1 Cor 12,12, s).

En nuestro libro “Espiritualidad de la liberación”, explicamos largamente lo que entendemos por Espíritu/ espíritu / espiritualidad, las diferentes acepciones de esas palabras, la complementariedad con que se debe vivir la espiritualidad “natural” y “latinoamericana” como la espiritualidad “cristiana”, por parte de una persona simultáneamente humana, bautizada y latinoamericana. Con ese fin, nuestro libro está dividido en tres grandes capítulos: I. El Espíritu y la Espiritualidad; II. El Espíritu liberador en nuestra patria grande; III. En el espíritu de Jesucristo liberador.

A los tres capítulos añadimos “las 7 características del pueblo nuevo”, conscientes de que “de mujeres nuevas y de hombres nuevos nace el pueblo nuevo”:

  1. la lucidez crítica;
  2. la contemplación en la caminada;
  3. la libertad de los pobres;
  4. la solidaridad fraterna;
  5. la cruz y la conflictividad;
  6. la insurrección evangélica (la revolución de la Buena Noticia);
  7. la tenaz esperanza pascual.

Y presentamos también las “constantes de la espiritualidad de la liberación”:

  • la profundidad personal;
  • el reinocentrismo;
  • una espiritualidad de lo esencial y universal cristiano;
  • la ubicación: en la realidad, en la historia, en el lugar , en los pobres, en la política;
  • la critica;
  • la praxis;
  • la integralidad, sin dicotomías y sin reduccionismos.

Con otras palabras, más o menos sinónimas, podríamos también caracterizar la espiritualidad de la liberación como:

  • cristológica, de la práctica de Jesús, en su seguimiento;
  • situada, ubicada, política, histórica; “tropezando con el Dios de los pobres” (Leonardo Boff), encontrando a Dios en las prácticas más diarias, más sociales, más comunitarias;
  • en la cruz de la profecía y del conflicto, asumidos pascualmente;
  • “entre la gratuidad y la exigencia” (G. Gutiérrez);
  • siendo contemplativos en la liberación, descodificando el Reino o el Anti- Reino en la realidad, aquí y ahora;
  • enraizada en nuestras culturas y en nuestra historia;
  • heredera comprometidamente de la sangre mártir;
  • proféticamente alternativa al sistema de la muerte y de la exclusión;
  • en una co-rresponsabilidad eclesial, adulta, libre y serena;
  • con espíritu ecuménico y macroecuménico;

6. Hoy, aquí

Toda América Latina, que forma parte del tercer mundo, pasa por una hora de mundialización, de neoliberalismo, de post-modernidad. Esta hora tiene, ciertamente, mucho de “poder de las tinieblas”, pero puede tener mucho más si creemos en el espíritu, “caídos del Reino”.

Hay, sin duda, una crisis de estrategia liberadoras “clásicas”, un desconcierto entre los y las militantes, un sentimiento de “sin salida”, de depresión psicosocial. Para muchos discípulos y discípulas, en este atardecer por el camino del seguro, la sensación de hora baja es la misma de los discípulos cabizbajos de Emaús: “Nosotros esperábamos que…” (Lc 24,21). Añádese, para mayor desorientación, esa avalancha de fundamentalismos, exotismos y esoterismos que convulsionan el mundo.

La mundialización se está imponiendo como neoliberal, de sistema único, de mercado total, mercantilizador de la vida humana, idólatra, de una escatología inmediatista en un estúpido “fin de la historia”, inmolador de las mayorías bajo las garras del progreso consumista, privatizador de la sociedad, sin alternativa socializadora posible.

La post-modernidad niega la radicalidad espiritual, el compromiso, la utopía;; substituye la ética por la estética, lo utópico por lo fruitivo; ignora a los pobres y deja de lado la justicia; renuncia a los “grandes relatos”; es narcisista: dicen incluso que pasamos de Prometeo a Narciso. Todo en la vida debe ser ligth, según el instante y el instinto.

Yo mismo vengo alertando, hacia el tiempo, de cara a tres grandes tentaciones que nos acechan en esta hora neoliberal de “noche oscura de los pobres” y de sus aliados y aliadas: la tentación de renunciar a la memoria y a la historia; la tentación de renunciar a la cruz y a la militancia; la tentación de renunciar a la esperanza y a la utopía.

Por nuestra parte, creemos que la mundialización legítima, la otra mundialización, es voluntad del Dios único, destino de la familia humana que es una sola, en una sola casa en la tierra y en los cielos. La intercomunicación, la intersolidaridad, la autoridad plural en la unidad humana, el concierto universal de todos los pueblos, respetados igualmente, complementarios entre si, todas las personas “iguales y diferentes” al mismo tiempo, en la macro-armonnía criatural que Dios soñó.

Creemos también en una legítima modernidad / postmodernidad que potencia la autonomía, subjetividad, libertad, igualdad, sueño lúcido y placentero, fricción del cosmos y de la vida, diario cantar las aguas próximas, en la interioridad, en la familia, en la amistad, en la ciudadanía; la integración de la persona humana en la fiesta de la creación divina.

En la Iglesia de esta hora hemos entrado, hace tiempo, según el teólogo Rahner, en una especie de invierno involucionista, después de la bella primavera abierta por el Concilio Vaticano II.  Víctor Codina habla de “miedo e inseguridad en la Iglesia”. Muchos miedos, muchas perplejidades, muchos cortes, muchas irritaciones. El mismo Jubileo del año 2000 -más de lo legítimo para la celebración penitencial y agradecida de nuestra fe y de la historia de nuestra Iglesia- puede convertirse en una evasión, un festival catolicista o cristianista, cuando llegaría a ser el tiempo fuerte de renunciar proféticamente el anti-Reino neoliberal y de anunciar proféticamente el Reino del Dios de la vida de la justicia y de la paz: El porque y para que Dios se hizo en Jesucristo el Dios -tan- plenamente -con nosotros- !

También, hablando de la iglesia podemos cantar, en contrapartida, una letanía de realizaciones esperanzadoras, en la espiritualidad, en la liturgia, en la teología, en la vivencia bíblica; en las comunidades eclesiales, en la vida religiosa e inserta, en las pastorales especificas; en la diversidad de los misterios, en el profetismo de los laicos y laicas, con una creciente presencia conquistadora de la mujer hasta en el altar; en ecumenismo de las bases y de ciertos líderes generosos; en el diálogo inter-religioso o macro-ecuménico; en la presencia y participación de la Iglesia comprometida por la lucha de los derechos humanos, por la ciudadanía, por la ecología, por la tierra, por la salud, por la vivienda, por la educación, por la comunicación.

El obispo mártir de Argentina, Enrique Angelelli, pastor de “tierra adentro”, en el período de plena dictadura militar en su país, proclamaba una esperanza inquebrantable con estas evangélicas palabras:

“Me siento feliz de vivir en la época en la época en que vivo. Todo eso que estamos viviendo es ciertamente lleno de vida. La Iglesia se hace más evangélica, más sencilla, mas misionera, comprometida con su pueblo. Cuando nosotros, los cristianos, limpiamos nuestro rostro sucio y convertimos nuestro corazón de carne en corazón pascual, es la Iglesia la que vive; nuestra Iglesia rejuvenece, camina y se hace más servidora, alabando al Padre de los Cielos. Es ahí donde nuestra Iglesia se hace fuerte con la fuerza del Espíritu Santo. Se hace más libre y no se amarra a intereses que la hagan infiel a su misión. Resplandece mejor como el gran sacramento de Jesucristo entre nosotros”.

También nosotros, como Angelelli, podemos sentirnos felices – él en plena dictadura militar, nosotros en pleno neoliberalismo – siempre que, como él, nos despojemos y nos comprometamos, siempre que cambiemos nuestro corazón de piedra por un “corazón pascual”.

 

Pedro Casaldáliga
Nuestra Espiritualidad
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