El 30 de julio de 1968, Pedro Casaldáliga y Manuel Luzón llegaron a São Félix do Araguaia tras más de una semana de viaje en camión. Su objetivo era fundar una misión claretiana en la Amazonia, pero resultó ser la «misión» de sus vidas. Casaldáliga nunca volvió a Cataluña y la tierra roja de Araguaia se convirtió en su tierra. Este es su testimonio.
Fragmento del libro «Yo creo en la justicia y la esperanza», 1975, que puedes encontrar gratis en español en nuestra web, pinchando AQUÍ
El 26 de enero de 1968, Manuel y yo cambiamos los 11 grados bajo cero de Madrid por los 38 grados sobre cero del aeropuerto de Galeão, en Río de Janeiro. Fue un salto al vacío del otro mundo. Por fin obtuve lo que había soñado, pedido y buscado con insistencia todos los días de mi vida vocacional: «las Misiones», un clima heroico para vivir heroicamente -me dijo entonces, ingenuo y terco y, tal vez, fiel.
Fue en julio de 1968. Llegábamos a un mundo sin retorno.
La Misión tenía 150.000 kilómetros cuadrados, de ríos sertoes y floresta, al noroeste del Mato Grosso, dentro de la Amazonia llamada «legal», entre los ríos Araguaia y Xingu, incluida también la Isla do Bananal que es la mayor isla fluvial del mundo. Sin otra «base» eclesiástica que nuestra casa, de 4 por 8, a orillas del Araguaia, maravilloso y turbio. Sin saber nosotros por dónde empezar, sin saber siquiera quién habitaba la región, donde las distancias de toda especie justificaban todas las indecisiones.
La única carretera que existía se estaba abriendo aún, roja y polvorienta, en la selva y descampados que acabábamos de atravesar, y la «onça», materialmente concreta, tenía pleno derecho de cortarnos el camino, delante del camión. No había un solo médico en el área. No había correo, ni luz eléctrica, ni teléfono ni telégrafo. Había 3 jeeps viejos en todo Sao Félix y eran los únicos coches del lugar. La profesora más calificada era una generosa negra, con apenas año y medio de curso elemental, muchas veces embriagada, que ya había dado clases, protegida de los jaguares y de los indios por hombres armados apostados a la puerta de la escuelilla de paja. El día 15 de agosto comenzaba mi Diario:
Vimos de cerca la múltiple y abrumadora presencia de enfermedades y muertes en la región. Verminosis, deshidratación, malaria, hepatitis, tétanos umbilical, todo tipo de enfermedades de la piel… Desnutrición, enfermedad crónica.
El 15 de agosto, escribí en mi diario:
«Quizás, escribía, porque aquí voy a necesitar más que nunca el diálogo interior en medio de tantos silencios’… ‘Llegamos a la Misión el día 30 de julio y ya he pensado y sentido y temido y esperado y gozado muchas cosas. De los hombres, de la naturaleza, de Dios…»
abriéndonos paso a ciegas en las listas de «contraindicaciones ». Y pudimos comprobar de cerca la presencia, múltiple, avasalladora, de la enfermedad y de la muerte, en la región. Verminosis, deshidratación, malaria, hepatitis, tétanos umbilical, toda especie de molestias de la piel… Subnutrición, enfermedad crónica. La primera semana de nuestra estancia en Sao Félix murieron cuatro niños y pasaron por casa en cajitas de cartón, como zapatos, camino de aquel cementerio sobre el río en el que posteriormente habríamos de enterrar a tantos niños —cada familia cuenta con tres, cuatro, hijos difuntos—• y a tantos mayores —muertos o matados—, quizás sin caja y hasta sin nombre.
«Escuchan estas gentes —escribía también en el Diario—, sonríen a veces, callan casi siempre. ¿A qué distancia están, mis palabras, de su alma sencilla, elemental, endurecida por el sufrimiento y el abandono? »…«gente de acarreo, llevada y traída por el oleaje de la pobreza, de la soledad, del crimen, propio o ajeno… (¡del colectivo crimen de la injusticia social!)… Gente sencilla, gente que lleva la cruz… Estos son —a pesar de todo lo que se pueda decir en contrario— los pobres del Evangelio.»
Se imponía una revisión total de criterios y de programas. ¿Por dónde empezar? ¿Qué pedía el pueblo? ¿Qué podíamos hacer nosotros? ¿Qué era ser Iglesia allí? Teníamos una iglesiuca de barro y de uralita, a merced de los tornados. Y mucha superstición. Y la vieja costumbre de las «desobrigas» o visitas de cumplimiento pascual que los Padres hacían en los descampados del Norte y Centro Oeste, de donde venían los moradores de la región. Nosotros mismos habríamos de proseguir con esas desobrigas durante el primer año y medio de Misión; para conocer el terreno y el pueblo que nos había tocado en herencia sacerdotal. Aun no creyendo en la eficacia apostólica de esos «cumplimientos » en que se acumulaban ciento y tantos animales, trescientas personas, casamientos al vuelo, bautizos, confesiones, raptos de muchachas, borracheras, facadas, tiros…
Nacer, morir y matar…. eran los derechos básicos, los verbos conjugados con sorprendente naturalidad.
Fue en esas «desobrigas» donde empezamos a sentir el problema de la tierra. Nadie tenía tierra propia. Nadie tenía un futuro asegurado. Todo el mundo era «retirante», emigrante de otras áreas del país ya castigadas por el latifundio. Todos venían bajando, del Nordeste, del Norte, con sus 8 ó 10 hijos a cuestas, buscando las tierras «generales» sin dueño, y atravesaron un día el Araguaia como quien pasa el Mar Rojo en busca de la Tierra Prometida.
Mato Grosso era, aún es, una tierra sin ley. Alguien lo había clasificado como el «estado curral» del país. No encontramos ninguna infraestructura administrativa, ninguna organización laboral, ninguna fiscalización. El Derecho era del más fuerte o del más bruto. El dinero y el 38 se imponían. Nacer, morir, matar, esos sí, eran los derechos básicos, los verbos conjugados con una asombrosa naturalidad.
La sede de la alcaldía de Sao Félix está, aún hoy, a 700 kilómetros de aquí, en Barra de Garcas. A veces parece que no existimos…
Predominaba el analfabetismo. Y la educación de los hijos, como una salida a un soñado futuro diferente al triste destino de los padres, interesaba más al pueblo que el propio derecho de tener tierra y comer. Desde el primer momento de nuestra llegada, nos llovieron las peticiones: íbamos a dar clase, construiríamos colegio, organizaríamos internado, podíamos quedarnos con los hijos ajenos, adoptarlos y educarlos… No se concebía la presencia de unos Padres o de unas Hermanas que no abordasen ese problema.
Pedro Casaldáliga, 1975